Luis tomó las llaves y de un portazo salio de la casa gris para volver a todos los lugares que había dejado atrás. Comenzó por el café literario, pidió el tazón de siempre, que para su suerte aún vendían. Luego, bajó hacia el parque forestal para ocupar la banca donde por las tardes se sentaba a pensar, el camino aún era maravilloso, los árboles se desvanecían tal como los recordaba, se fumó un par de cigarrillos, como siempre, y continuó. Fue a la comiquería de la calle merced, la misma vendedora, los mismos niños silenciosos devorándolo todo, las promociones de revistas que nadie llevaba. Todo igual. Recorrió el pasaje de los cachureos en la vega central, visitó amigos, observó como un grupo de jóvenes jugaban a la pelota donde el de niño, también jugaba. Todo estaba bien, salvo su reloj, el cual se había detenido.
Sin conciencia de la hora corrió a tomar la micro para volver a su casa, ya no había ira, ni siquiera recordaba por qué se había enojado. Al llegar, notó la mucha mala hierba que había crecido en su patio, pensó que quizás, si las cosas hubiesen sido distintas, habría dedicado su tiempo libre a convertir esa amarilla entrada en un hermoso jardín.
Luis abrió la puerta y comenzó a adentrarse en la selva de muebles volteados y loza quebrada, dio un paso largo para evitar el brazo en el piso, notó como la suela de su zapato se volvía pegajosa con la sangre seca, y sin mirar a ningún lado, y no por evitar el remordimiento sino por asco, tomó el teléfono y llamó a la policía.
No quería que un suicidio convirtiese aquello en su última nostalgia.


