El tren partió y yo sudaba, me derrumbé en el piso al abordarlo, y como Azócar, luego de darme alegorías para llorar por sus cuentos de nostalgia, ya había quedado en el librero después de dos relecturas, comencé a leer a P. Daco, Psicólogo que tendría la misión desde los sesenta de hacerme un omelet barato de la materia de la mente, y mientras saboreaba, miraba a mi alrededor tratando de comprender las teorías que empezaba a digerir. Menudo circo, la multitud indiferente cambiaba de forma en razón del avance en la lectura, las miradas indiferentes ya no me parecían tal, un sujeto durmiendo me hizo pensar en liberación de las punciones, y las manos inquietantes de la gente se movían y se tocaban interactuando libremente del cuerpo que las “controlaba” enseñándome tics. Al avanzar de una estación a otra el paisaje de carnes y telas cambiaba, y por cada estación la lectura iba disminuyendo, mi fijación en los demás me parecía enfermiza, y comencé a mirarme.
Era suficiente, al llegar a la próxima estación baje del tren sin saber donde estaba, tire a la basura a Daco y me encontré con lo que estuve buscando desde azocar, las notas metales necesarias para sentarme frente al teclado y empezar a escribir.


